miércoles, 12 de diciembre de 2012

Historias en un bar: Sofía.


Parte III. Sofía Hernández.


Sofía Hernández no era la típica mujer de semblante alegre que encuentras en un bar a media noche y después de tres tequilas. Su aspecto era más bien desgastado empero pulcro. En algún momento de su vida, Sofía fue una mujer que reía mucho, pues las líneas de expresión del risorio de santorini estaban evidentemente marcadas; hoy en día, pocas y esporádicas veces sonreía. A pesar de su aspecto y ropas en general, el mundo social de Sofía era mucho más ostentoso que el de Ruescas solía andar con gracia y elegancia en los eventos sociales a los que acudía años atrás. Sin embargo, de esa elegancia ya sólo quedaba el porte y los zapatos. 

Sofía no era una mujer que pasara desapercibida, pues cada que entraba a algún lugar llamaba la atención por su peculiar altura, la delgadez aparentemente extrema que ella manejaba y su enmarañada y abundante cabellera. Con todas las dudas del mundo, el atractivo sexual de Sofía no era la voluptuosa figura que no poseía, pero sí su cintura y su boca rosa. Y léase con reservas, pues Sofía balanceaba perfectamente su altura con su figura y además, siempre agregaba tacones a su atuendo, haciéndola aún más alta y tremendamente sexual. 

Las ojeras en Sofía, denotaban una frecuente vida nocturna gracias al insomnio que padecía desde hace unos meses. En apariencia, ella era una mujer descuidada y huraña, pero a detalle había esmero en su arreglo, hasta un dejo de coquetería que evidentemente disimulaba bajo un disfraz de innecesaria seriedad. Después de tres tequilas relajaba los hombros y el desasosiego de su ceño, aunque no la ansiedad de su boca rosa, pues solía morderse los labios.

A pesar de su máscara huraña, Sofía solía hacer paroxismos de su vida y sus lecturas; viéndola discutir con Ruescas sobre ciertos temas, sacaban de ella el carácter que escondía con esmero y cuidado.  Pero también ella era la protagonista de un oxímoron cotidiano del amor. Tenía el corazón roto y los recuerdos haciendo mella en su piel y no precisamente en ese orden.

Recuerdo aquellas conversaciones que ella tenía con Ruescas en donde su vida era descrita a cuentagotas a pesar de los esfuerzos, de ambos, por obtener más información. Básicamente ambos sabíamos que llegó huyendo de un príncipe que nunca la salvó y luego se confió en las manos de su héroe personal que también la defraudó… y prefirió escapar.
En todo este meollo había una contradicción pues, o pecaba de inocencia o más bien le gustaba huir. Aunque, por lo visto, ella se embelesaba indefinidamente con las garras de cualquier impostor. Ruescas parecía uno de ellos y yo bien podría ser un jodido príncipe, héroe, o como ella me quisiera llamar; pero una vez más carecía de ambiciones y Ruescas era muy cobarde para ser el impostor.

A veces, Sofía parecía venir de otra vida pues bajo el disfraz de seriedad se asomaban destellos de seducción y promiscuidad; Un extraño arte en el robo aparecía en sus manos blancas… quizá ella hubiera sido una bailarina exótica de múltiples personalidades que bajo la protección de una peluca neón y unas medias de red conquistan la fantasía de cualquier hombre, a pesar de su extrema delgadez.  Pero no, al parecer Sofía no había tenido ese trabajo aún y seguramente yo ya estaba fantaseando con ella. 

Pero Sofía tampoco buscaba un amigo ni mucho menos “echar raíces”, pues confusas señales mandaba cuando hablaba con Ruescas, y, para mi fortuna, ella siempre llegaba a mí por alguna extraña razón; aunque yo estuviera ocupado, buscaba estar cerca del lugar donde atendía en la barra y sin mirarme, pedía. Era automático: ella llegaba con su singular bolsa, acomodaba su cabello revuelto en un chongo, sacaba un libro, se sentaba y pedía. Siempre era tequila. Luego llegaba Ruescas, pedía lo de siempre, y charlaban por alrededor de dos horas… a veces de los libros, a veces de sus vidas, más de Sofía que de Ruescas, lo cual agradecía. Al final Ruescas pagaba, ella se sonrojaba y ambos se iban, cada uno por su lado. Deduzco que ella coqueteaba conmigo, a su forma.

¿Será que todo lo que sabíamos de ella era una mentira? ¡Qué más daba! Gozábamos con su presencia y su voz amarga.

Durante todo ese tiempo que “conocí” a Sofía, pude ver a una mujer que devoraba las letras y le daba a cada historia un contexto diferente. No era una pasión por leer sino por entender.  Lo que en realidad ella buscaba de cada lectura era encontrar un punto psicológico en los personajes que los volvía vulnerables o que justificaran sus acciones, tenía cierta inclinación por personajes mezquinos, como cuando debatían de Heathcliff: su alegoría de la obsesión y el amor. Personalmente, cuando terminé de leer Cumbres Borrascosas, etiqueté a Heathcliff como un hombre egoísta y cruel, pero no más que Catalina. Sin embargo, Sofía lo describía con lástima, hablaba de él con compasión por su pasado y su destino y a Catalina hasta me pareció que la defendía. No supe entender el por qué de esa atracción hacia los amores conflictivos. Para ella eso era el amor o la vida.  No sé.


Un día Ruescas no se presentó. Sofía lo esperó alrededor de una hora pero, impaciente, guardó su libro, tomó el último trago de tequila, me miró, sonrió, pagó y se fue. 

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