Parte III. Sofía Hernández.
Sofía
Hernández no era la típica mujer de semblante alegre que encuentras en un bar a
media noche y después de tres tequilas. Su aspecto era más bien desgastado
empero pulcro. En algún momento de su vida, Sofía fue una mujer que reía mucho,
pues las líneas de expresión del risorio de santorini estaban evidentemente
marcadas; hoy en día, pocas y esporádicas veces sonreía. A pesar de su aspecto
y ropas en general, el mundo social de Sofía era mucho más ostentoso que el de Ruescas
solía andar con gracia y elegancia en los eventos sociales a los que acudía
años atrás. Sin embargo, de esa elegancia ya sólo quedaba el porte y los
zapatos.
Sofía no
era una mujer que pasara desapercibida, pues cada que entraba a algún lugar
llamaba la atención por su peculiar altura, la delgadez aparentemente extrema que
ella manejaba y su enmarañada y abundante cabellera. Con todas las dudas del
mundo, el atractivo sexual de Sofía no era la voluptuosa figura que no poseía,
pero sí su cintura y su boca rosa. Y léase con reservas, pues Sofía balanceaba
perfectamente su altura con su figura y además, siempre agregaba tacones a su
atuendo, haciéndola aún más alta y tremendamente sexual.
Las
ojeras en Sofía, denotaban una frecuente vida nocturna gracias al insomnio que
padecía desde hace unos meses. En apariencia, ella era una mujer descuidada y
huraña, pero a detalle había esmero en su arreglo, hasta un dejo de coquetería
que evidentemente disimulaba bajo un disfraz de innecesaria seriedad. Después
de tres tequilas relajaba los hombros y el desasosiego de su ceño, aunque no la
ansiedad de su boca rosa, pues solía morderse los labios.
A pesar
de su máscara huraña, Sofía solía hacer paroxismos de su vida y sus lecturas;
viéndola discutir con Ruescas sobre ciertos temas, sacaban de ella el carácter
que escondía con esmero y cuidado. Pero
también ella era la protagonista de un oxímoron cotidiano del amor. Tenía el
corazón roto y los recuerdos haciendo mella en su piel y no precisamente en ese
orden.
Recuerdo
aquellas conversaciones que ella tenía con Ruescas en donde su vida era descrita
a cuentagotas a pesar de los esfuerzos, de ambos, por obtener más información. Básicamente
ambos sabíamos que llegó huyendo de un príncipe que nunca la salvó y luego se
confió en las manos de su héroe personal que también la defraudó… y prefirió escapar.
En todo
este meollo había una contradicción pues, o pecaba de inocencia o más bien le
gustaba huir. Aunque, por lo visto, ella se embelesaba indefinidamente con las
garras de cualquier impostor. Ruescas parecía uno de ellos y yo bien podría ser
un jodido príncipe, héroe, o como ella me quisiera llamar; pero una vez más
carecía de ambiciones y Ruescas era muy cobarde para ser el impostor.
A veces,
Sofía parecía venir de otra vida pues bajo el disfraz de seriedad se asomaban
destellos de seducción y promiscuidad; Un extraño arte en el robo aparecía en
sus manos blancas… quizá ella hubiera sido una bailarina exótica de múltiples
personalidades que bajo la protección de una peluca neón y unas medias de red
conquistan la fantasía de cualquier hombre, a pesar de su extrema delgadez. Pero no, al parecer Sofía no había tenido ese
trabajo aún y seguramente yo ya estaba fantaseando con ella.
Pero Sofía
tampoco buscaba un amigo ni mucho menos “echar raíces”, pues confusas señales
mandaba cuando hablaba con Ruescas, y, para mi fortuna, ella siempre llegaba a mí por alguna
extraña razón; aunque yo estuviera ocupado, buscaba estar cerca del lugar donde
atendía en la barra y sin mirarme, pedía. Era automático: ella llegaba con su
singular bolsa, acomodaba su cabello revuelto en un chongo, sacaba un libro, se
sentaba y pedía. Siempre era tequila. Luego llegaba Ruescas, pedía lo de
siempre, y charlaban por alrededor de dos horas… a veces de los libros, a veces
de sus vidas, más de Sofía que de Ruescas, lo cual agradecía. Al final Ruescas
pagaba, ella se sonrojaba y ambos se iban, cada uno por su lado. Deduzco que
ella coqueteaba conmigo, a su forma.
¿Será
que todo lo que sabíamos de ella era una mentira? ¡Qué más daba! Gozábamos con
su presencia y su voz amarga.
Durante
todo ese tiempo que “conocí” a Sofía, pude ver a una mujer que devoraba las
letras y le daba a cada historia un contexto diferente. No era una pasión por
leer sino por entender. Lo que en
realidad ella buscaba de cada lectura era encontrar un punto psicológico en los
personajes que los volvía vulnerables o que justificaran sus acciones, tenía
cierta inclinación por personajes mezquinos, como cuando debatían de
Heathcliff: su alegoría de la obsesión y el amor. Personalmente, cuando terminé
de leer Cumbres Borrascosas, etiqueté a Heathcliff como un hombre egoísta y
cruel, pero no más que Catalina. Sin embargo, Sofía lo describía con lástima,
hablaba de él con compasión por su pasado y su destino y a Catalina hasta me
pareció que la defendía. No supe entender el por qué de esa atracción hacia los
amores conflictivos. Para ella eso era el amor o la vida. No sé.
Un
día Ruescas no se presentó. Sofía lo esperó alrededor de una hora pero,
impaciente, guardó su libro, tomó el último trago de tequila, me miró, sonrió, pagó
y se fue.
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